(ENTREVISTA)

Padre Garralda: "Mi gente no es pobre, es marginada"

- El presidente de honor de la Fundación Horizontes Abiertos repasa la labor de esta entidad durante las últimas décadas

MADRID
SERVIMEDIA

El sacerdote jesuita Jaime Garralda asegura que, a sus 94 años, se siente feliz al poder seguir trabajando en favor de quienes son rechazados por la mayoría de la sociedad: toxicómanos, personas sin hogar, presos, prostitutas, enfermos de sida… El presidente de honor de la Fundación Padre Garralda-Horizontes Abiertos habla de su vida junto a los marginados en una amplia entrevista que publica la revista 'Perfiles' en su número de abril.

Rehúye el término de “cura obrero” porque lo suyo no es hacer política y para él siempre ha sido más importante el sacerdocio que el sindicalismo. Pero fue amigo y trabajó codo con codo con otros que sí portaron esa etiqueta, como José María Llanos o Francisco García Salve, ‘Paco el cura’, recientemente fallecido.

Al igual que ellos, también jesuitas, vivió en chabolas, luchó contra la injusticia y consagró su vida a abrazar a los marginados de la sociedad, quienes, según dice, son los mismos desde los tiempos de Jesucristo.

Jaime Garralda -el padre Garralda, como le conoce cualquiera que se haya acercado al mundo de la solidaridad en España en los últimos 60 años- ocupa una pequeña habitación en un edificio situado en un barrio al norte de Madrid. Es la sede de la Fundación Padre Garralda-Horizontes Abiertos, la institución que fundó hace décadas para canalizar su labor en favor de las personas marginadas. El edificio es también el hogar de un centenar de estas personas, todas ellas con problemas de drogodependencia.

“Los que están aquí han conocido la cárcel o la acera”, dice el jesuita con una sonrisa que ninguna injusticia ha conseguido borrar en su longeva vida. Y él otra cosa no, pero injusticias ha visto muchas. Quizás el secreto de esa sonrisa perenne y de la felicidad que este hombre transmite resida en que nunca se rebeló contra ellas, sino que, con determinación de hierro, trabajó intensamente para que dejaran de existir.

Por eso no se enfrentó violentamente a los ‘grises’, la temida policía franquista, cuando llegaban a su barrio para expulsar a todos los que, como él, vivían en las chabolas que molestaban a quienes codiciaban esos terrenos para construir urbanizaciones. Pero movió todos los hilos a su alcance, participó en asambleas clandestinas e incluso se presentó en el Palacio de El Pardo ante el mismísimo Franco para alzar la voz a favor de sus castigados vecinos; de esos cuyas voces nadie escuchaba, excepto gente como él.

ORÍGENES DE LA FUNDACIÓN

Aquello fue en su juventud, a su vuelta de Panamá, donde dejó a sus espaldas una obra inmensa como ‘La Ciudad del Niño’, que hoy sigue salvando de la marginación y procurando un futuro a cientos de niños y jóvenes de este país centroamericano.

A su regreso, sin un destino fijo, optó por irse a vivir con la que siempre ha considerado su familia, la familia de los marginados.

Entró en contacto con el padre Llanos, que trabajaba en El Pozo del Tío Raimundo, una de las zonas más deprimidas del extrarradio madrileño, y al poco tiempo se instaló en un poblado de chabolas cercano, lo que hoy se conoce como el barrio de Palomeras.

Allí compartía un pequeño chamizo de 20 metros cuadrados con otras tres personas, ocultando en un principio su condición de sacerdote. “No me hubieran aceptado si lo hubieran sabido”, asegura. Sin embargo, al poco tiempo de estar allí nadie hubiera osado echar del barrio a Jaime Garralda.

Él califica aquella época como “maravillosa”, a pesar de las dificultades. Recuerda que en verano la gente salía a charlar a la calle hasta altas horas de la madrugada porque era imposible dormir dentro de las chabolas a causa del calor. Y en invierno, la humedad y el frío hacían estragos. “La gente enfermaba de los bronquios, muchos morían. Tengo grabado el sonido de cómo tosía mi barrio aquellos meses de invierno”, dice Garralda.

Fue entonces cuando empezó a comprobar los efectos nefastos que la droga comenzaba a hacer entre los jóvenes. “Había una chica que se llamaba Pili y que una vez vino a mi chabola y, al quitarse el abrigo, se le cayó una ‘chuta’. Fue la primera que vi en mi vida. A aquella chica la vería morir pocos años después de sida en la cárcel de Carabanchel”, recuerda el jesuita en la entrevista que publica 'Perfiles'.

PRISIONES

Es en las cárceles donde se ha centrado gran parte de la labor que la Fundación Padre Garralda-Horizontes Abiertos ha desarrollado a lo largo de los últimos 40 años. Una labor que también empezó en aquel barrio chabolista donde vivió el padre Garralda hace décadas, cuando una de sus vecinas fue encarcelada en la antigua prisión de Yeserías. El jesuita acudió a verla y se quedó como capellán varios años. “Fue la primera vez que se ha hecho pastoral dentro de la cárcel”, asegura él.

Pronto comprendió que su trabajo no debía quedar entre los muros de la prisión, sino que la parte más importante del mismo debía desarrollarse fuera. Así fue como nacieron los primeros hogares para personas que acababan de salir de prisión y no tenían a nadie fuera.

La Fundación Padre Garralda–Horizontes Abiertos realiza hoy distintos proyectos en los centros penitenciarios españoles, entre los que destacan el programa ‘Gárate’, orientado a proporcionar a las personas privadas de libertad las herramientas necesarias para posibilitar su reinserción social y laboral una vez cumplida su condena; el programa ‘Javier’, destinado a que aquellos reclusos que se encuentran en la última etapa del cumplimiento de su condena y no tienen familiares que les avalan, puedan acceder al permiso penitenciario, viviendo en un piso gestionado por la fundación, como preparación para su reinserción socio-laboral; el programa ‘Kotska’, de apoyo a los niños de madres reclusas que residen en las cárceles hasta los tres años, o el programa terapéutico ‘Loyola’, que ofrece a los internos ayuda para deshabituarse del consumo de drogas, como primer paso antes de su inserción social al término de la condena.

Según el padre Garralda, “nuestra gran pelea es que las prisiones no sean centros penitenciarios sino terapéuticos. En cualquier país del mundo, el Gobierno se debe al ciudadano: si quiere viajar tiene carreteras, si quiere volar tiene aeropuertos, si quiere estudiar tiene universidades.... Bueno, pues la cárcel debe estar para curar, no para castigar, y el Gobierno debe atender las necesidades de estos ciudadanos que son los presos. Cuesta menos educar que pegar palos”.

Aun así, Jaime Garralda considera que España es un país muy avanzado en lo que atañe a su sistema penitenciario: “Podemos presumir de dos cosas, de deporte y de cárceles”, asegura, y menciona los ‘módulos de respeto’, según él, “un maravilloso invento español en donde se educa a los presos en la responsabilidad y no en la vigilancia ni en el castigo”.

EL PERDÓN

A lo largo de su vida, el jesuita se ha enfrentado a la incomprensión de muchos que no han entendido que ayudara a personas que estaban en la cárcel por delinquir. Cuando se le menciona ese asunto, Garralda asegura que es fácil rebatir ese rechazo porque “si Jesucristo perdonó a sus enemigos, ¿quién soy yo para no perdonar? Además, es que no perdonar te castiga el hígado, no adelantas nada con no perdonar”.

No obstante, cuando la conversación gira hacia un determinado tipo de presos, como por ejemplo terroristas, el jesuita se apresura a matizar que “ese mercado no lo trabajamos. Porque esos se sienten superiores a nosotros así que, ¿cómo les vamos a ayudar? Para mí el preso es ese a quien nadie quiere, el que no le importa a nadie”. Y aquí aparece el concepto clave que ha guiado la vida del religioso: el de la marginación.

“Mi gente no es pobre, es marginada. El pobre muchas veces tiene el cariño o la compasión de los demás, alguien hablará con él o le dará limosna. Pero a un tío que está tirado en la calle con una jeringuilla en el brazo nadie le va a dar la mano, porque lo desprecian. El marginado es un despreciado. Recuerdo uno que había estado a punto de morirse en la calle dos veces, y que el Samur le había reanimado. Y me decía, ‘mire padre, a mí con la vida que llevo no me importa morirme. Pero, ¿que no le importe a nadie que yo me muera en la calle Zurbano?’. Esos son los míos, los que nadie quiere”.

(SERVIMEDIA)
03 Abr 2016
CDL/caa